martes, 13 de abril de 2010

Cerveza alemana… con tonada cordobesa.

“Sin lugar a dudas, la invención
más grande de la humanidad es
la cerveza. Oh, acepto que la
rueda también es una gran
invención, pero no combina con
la pizza”.
Mundo Cervecero

Siempre hay motivos para brindar.

Sí. Es Villa General Belgrano. El calendario indica que octubre es el tiempo de la Fiesta Nacional de la Cerveza. El rito sigue su curso en esta cálida primavera de 2007. Pero si cierra los ojos entenderá que esta fiesta guarda en sí muchas otras, de otros tiempos y de otros lugares. No abra los ojos. Cambie, por ejemplo, el escenario de las sierras cordobesas por colinas griegas y anfiteatros; convierta los trajes típicos alemanes en túnicas; brinde por Dioniso (Baco para los romanos) y entréguese a la embriaguez del alcohol.
Cuando abra los ojos, seguramente ya habrá entendido que la fiesta, ese quiebre con la rutina, nos hermana con los hombres de todos los tiempos. El rito gira y transmuta, cambia de siglos, de continentes, de colores, de idiomas, de sabor (el vino deviene en cerveza), pero no se detiene. Y lo invita a sumergirse en su húmedo y catártico ritual.

Rubias, negras y más.

Una multitud de celebrantes armados con sus correspondientes porrones se reúnen en el parque cervecero. Son las cinco de la tarde del siete de octubre. Es el momento señalado para dar comienzo a la ceremonia. Las miradas se depositan en unos viejos barriles de madera, objetos de adoración, que se ofrecen en sacrificio para brindar su contenido, que no es en este caso néctar y ambrosía, sino la cerveza nueva que compartirán lugareños y turistas en total confraternidad.
Un hombre vestido con un pantalón tirolés, a quien podríamos llamar despreocupadamente Otto, clava un martillo en el primer barril y da comienzo oficial a la fiesta. La cerveza se prodiga, baña a la multitud, llena vasos y porrones, se desparrama en una lluvia ámbar, salpica a los afortunados que están cerca. Esta tradición se denomina Espiche y, aunque su nombre sea porteño, viene del viejo continente. Los alemanes tomaban como buen augurio beber la cerveza de esos primeros barriles.

Estamos en el reino de las tradiciones. Un monje negro, en este caso una mujer de cabellera dorada, reparte migas de una trenza de pan que lleva como colgante y se destaca en su vestimenta negra. Compartir el pan también trae buena suerte.
Quizás una de las tradiciones más amable se realiza el primer día de festejos, antes del desfile. El pueblo se reúne para plantar el Maikranz o árbol de la fiesta. Según la tradición centroeuropea, cuando hay una celebración en un pueblo, en una aldea o en una casa, se convoca al lugar a todos los que quieran participar. ¿Cómo es la invitación? A través de un tronco vestido con ramas de pino y cintas de colores colocado en un punto bien alto para que todos puedan verlo.
No faltan tampoco los desfiles de colectividades y delegaciones de casi todo el mundo. Canciones alemanas, dinamarquesas, suecas, españolas, chilenas, etc. resuenan en las calles y llenan de colores La Villa.
A medida que las cervezas rubias, negras, rojas, de miel, etc., circulan por el torrente sanguíneo de los celebrantes, más se festeja a la divinidad, o sea, a la divina alegría. Se pierde, entonces, la noción de tiempo y lugar.
Condesas y duquesas desfilan por doquier, por lo tanto, no es extraño que se elija a la reina y a las princesas de la fiesta. En esta ocasión, la majestad del título recae en Ivana Molina Nebón, de Río Cuarto.
Sus súbditos invaden las calles de un pueblo con corazón alemán que sabe de festejos.

Munich en las sierras

Es fácil encontrar lo dionisíaco en la fiesta (en esta caso de la cerveza, también está la fiesta de la Masa Vienesa, del Chocolate Alpino, la Feria Navideña y el Carnaval Tirolés).
Lo apolíneo lo encontramos en un pueblo con canteros simétricos y cuidados, con casitas repetidas con techo a dos aguas de teja francesa y detalles de madera y piedra en su fachada. Parece una película de Walt Disney. Las plazas están impecables y hasta los carteles son piezas artesanales, en madera y con tipografía gótica alemana.
¿Qué anuncian esos carteles? Muchas veces, lugares donde saciar nuestra sed (sí, ya sabemos: ahorre agua, tome cerveza) y calmar nuestro hambre. La comida alemana es un festival para nuestros sentidos.
Se puede degustar el goulash con spätzle (guiso de carne en su salsa con ñoquis húngaros) o el Schalt-platte (variedad de carnes y salchichas ahumadas con abundante chucrut y puré de papas). Para los golosos, la infaltable Selva Negra y el clásico Apfelstrudel (arrollado de manzana de masa fina).
Cuando la fiesta termina, con el corazón y la panza llenos, podemos ir en paz. Ojalá que el próximo octubre llegue pronto.



De Pioneros e identidades.

“Triunfó mi fe, urbanicé un desierto”. La frase es de Carlos Gesell, pionero de Villa Gesell. Un pionero ve una ciudad donde sólo hay arena. Ve el pais de la infancia donde hay ríos y valles de otro continente.
Según nos cuenta la profesora Marta Freytes de Vilanova en ¡Aquí me quedo!, pioneros de Villa General Belgrano fueron Pablo Heintze y Jorge Kaphun. El primero recorría, en 1930, las tierras de Calamuchita con el objetivo de cruzar Sierras Chicas. Vio algo más que un paisaje bendecido por Dios, vio un hogar. Para él y para los desplazados por las crisis y las guerras. Y lo compartió con su vecino de oficina, alemán como él.
No les fue bien, como suele ocurrir con los sueños al principio. Sequías, heladas, plagas, crisis económicas, pusieron a prueba el temple de estos primeros hombres. Pero un pionero no es tal si renuncia a su sueño. Lo que los diferencia de la mayoría de los hombres (que no fundan, ni inventan, ni crean), es que, Quijotes obcecados, siguen viendo la ciudad donde hay árboles frutales que no crecen.
El sueño cambió de ropaje, pero siguió funcionando como Norte. De pueblo agrícola a polo de turismo escolar en 1937. De Paraje del Sauce a Villa Calamuchita primero, Villa General Belgrano después.
Lo que sigue es historia conocida. La llegada de los marineros del acorazado alemán Graf Spee, trasladados como internos a Córdoba tras el hundimiento del barco, consolidó la identidad del corazón centroeuropeo en tierra cordobesa.
Si estos náufragos buscaban Itaca, la encontraron en estas tierras y para sellar la identidad del lugar de su infancia, trajeron a sus familias, y, con ellas, su idioma, sus canciones de cuna, las comidas de la abuela.
Y como es una gran fortuna recuperar el territorio de nuestra niñez, llevarlo en el corazón y plantarlo en la tierra para que florezca, declararon al lugar como un lugar de fiesta.
Un paraíso para Homero Simpson si lo conociera. Un paraíso para los que quieran celebrar.
Brindemos por los pioneros. ¡A su salud!
Marcela Lacconi

Es una cuestión de elección

Elegir estar bien,
a ser feliz.
Ser invisible,
y estar y no estar
ser sombra
un simple rumor
agua que se deshace
entre las manos.
Sólo un nombre,
un vago rumor,
algo oído por ahí,
una indiferencia.